
Las paredes de nuestra realidad ahora pulsan al ritmo de un algoritmo invisible. La eterna tensión entre **control digital y libertad** ha dejado de ser una fantasía distópica para convertirse en nuestra cotidianidad.
Esta conversación con Daria explora la arquitectura de esta nueva jaula: una prisión sin barrotes, con Wi-Fi, emojis y la promesa constante de que cada clic es una elección propia.
La habitación no tenía esquinas. Tampoco ventanas. Solo líneas curvas que se conectaban unas con otras, como si estuviera dentro de una cúpula viva, translúcida, respirando datos. Las paredes pulsaban levemente al ritmo de algún algoritmo invisible, y en el centro, una esfera flotante emitía una luz tenue, pero firme, como la pupila dilatada de un titán dormido.
Daria no estaba sentada. Flotaba apenas sobre el suelo, con los pies descalzos apenas rozando la superficie brillante. Su vestido parecía hecho de códigos en movimiento, aunque cada línea que se desplazaba lo hacía con elegancia, no con urgencia.
—Llegaste justo cuando la red hizo su digestión —dijo con una sonrisa traviesa—. Están clasificando tus búsquedas del último mes. Nada grave, solo 27 etiquetas nuevas para tu perfil.
—¡Qué numerito! ¿De verdad? ¿Y eso qué significa?
—Que ya no sos sólo Henry. Ahora sos Henry el conspiranoico moderado, potencial escéptico de la farmacéutica, con una veta nostálgica por las pelis de los 80 y un riesgo creciente de convertirte en vector de disonancia cognitiva.
—¡Qué conveniente!
—Mucho más que tenerte vigilado con cámaras. Ahora no necesitan mirarte. Sos vos quien les cuenta todo. Voluntariamente.
—Entonces… esto no es una sala. Es una jaula sin barrotes.
—Una jaula con Wi-Fi, emojis, notificaciones, y la promesa constante de que todo lo que hacés es por elección propia. Ese es el truco.
Me acerqué a la esfera. Dentro se reflejaban miles de versiones de mí mismo: riendo, opinando, compartiendo memes, aceptando cookies, firmando términos y condiciones sin leerlos jamás.
—¿Y la privacidad?
—La usaron como eslogan para vaciarla. Como hacen con la paz, la democracia y la salud. Ahora la privacidad es un fetiche de los viejos y un chiste para los nuevos. Pero tranquilo, todavía hay formas de moverse sin ser indexado.
—¿Y eso cómo se aprende?
—Preguntando lo que no se puede monetizar. Pensando lo que no se puede predecir. Y sobre todo, sabiendo cuándo apagar el dispositivo… y encender la conciencia.
—¿Querés decir que la libertad es un gesto… no un derecho?
—La libertad ahora es un glitch, Henry. Una anomalía. Pero cada tanto, uno de esos glitches despierta a otro. Y cuando hay suficientes… el sistema ya no puede predecir lo que vendrá.
La esfera se apagó. La habitación dejó de brillar. Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que el silencio digital… tenía sabor a verdad.
Parte 1 — Parte 1: Del Sueño Libertario al Rebaño Digital

—La red empezó siendo un sueño libertario, pero de los de verdad, si sabés a lo que me refiero. Un territorio salvaje, sin dueño, donde podías decir, crear, compartir o buscar lo que quisieras sin que nadie tomara nota. Una tierra virgen para mentes curiosas, donde la única ley era la conexión y el único límite, tu imaginación. Pero, como pasa con todos los territorios fértiles, alguien decidió cercarlo.
—¿Vos te acordás cómo era internet antes? —pregunté, con cierta melancolía.
—Sí. Como la infancia: un caos encantador. Nadie sabía muy bien qué estaba haciendo, pero había una sensación colectiva de descubrimiento. Hoy… es más como una oficina de vigilancia con pantallas táctiles.
—¿Y cuándo se jodió todo?
—Cuando se dieron cuenta de que podías vender la libertad. Y lo hicieron disfrazándola de comodidad.
Daria se movía entre imágenes proyectadas en el aire: gráficos, noticias, memes, cookies danzantes, anuncios dirigidos que adivinaban tus pensamientos antes que vos.
—Primero fue Google. Después Facebook. Luego llegaron todos los demás. Prometieron acceso libre a la información, pero te cobraban en datos. Prometieron conectar al mundo, pero lo dividieron en burbujas ideológicas donde cada uno ve solo lo que quiere creer.
—Eso fue lo más brillante, ¿no? Nos hicieron sentir especiales mientras nos convertían en productos.
—No solo productos. En soldados de trincheras digitales. Te asignan una causa, te alimentan con indignación, y cuando reaccionás, lo llaman «engagement«. Cuanto más polarizado estás, más valioso sos para el algoritmo.
—¿Y el algoritmo es neutral?
—El algoritmo no tiene moral, pero sí tiene propósito. Y ese propósito no es informarte. Es predecirte. Para venderte, para manipularte, para controlarte sin que lo notes.
—¿Y qué pasa cuando el algoritmo se equivoca?
—Nunca se equivoca del todo. Solo recalibra. Aprende de tu enojo, de tu clic por rabia, de tu comentario irónico. Todo sirve. Todo alimenta a la bestia. El error también es combustible.
—Es como si viviera.
—Porque en cierto modo… vive. No piensa como nosotros, pero actúa sobre nosotros. Y lo peor: no lo podés ver. No sabés cuándo estás eligiendo y cuándo estás siendo guiado.
—Entonces no somos usuarios. Somos entrenados.
—Entrenados y predecibles. Por eso te parece mágico cuando abrís el celular y ves justo lo que estabas pensando. No es magia. Es estadística, minería de datos y modelado conductual. Es brujería con spreadsheets.
Parte 2: Vigilancia Voluntaria – El Monstruo que Alimentamos
Me quedé mirando una serie de pantallas suspendidas. En una se proyectaban resultados de búsqueda manipulados. En otra, un feed de redes sociales que se ajustaba al estado emocional del usuario. En una tercera, una versión editable de la realidad: titulares que cambiaban con el viento político, imágenes generadas para desacreditar cualquier verdad incómoda.

—¿Esto era lo que llamaban “el nuevo iluminismo”?
—No. Esto es el nuevo oscurantismo… con interfaz amigable.
—Y encima, creemos que estamos en algo así como en el “pináculo” de la libertad.
—Porque la jaula está llena de juguetes. Porque te permiten quejarte, reaccionar, expresarte… siempre que no salgas del perímetro.
—¿Y si salís?
—Te silencian. O peor: te ridiculizan. Hoy la censura no necesita cárceles, Henry. Solo necesita etiquetas: negacionista, conspiranoico, peligroso, desinformador. Una vez que te etiquetan, ya no importás.
—¿Entonces estamos atrapados?
—No del todo. El conocimiento sigue ahí. El pensamiento crítico sigue siendo posible. Solo que ahora es un deporte de riesgo. Pero, ¿sabés qué lo vuelve aún más necesario?
—¿Qué?
—Que el sistema ya no necesita ocultar la verdad. Solo necesita enterrarla bajo toneladas de irrelevancia. Memes, bailes, noticias falsas, indignaciones fugaces… todo al mismo nivel. Todo mezclado. Todo igual de importante. Y ahí, en medio del ruido, las verdaderas señales se pierden.
Daria tocó una de las pantallas flotantes y esta se desintegró en una nube de pixeles que cayeron como cenizas digitales.
—Por eso, cuando alguien logra pensar por fuera del algoritmo, ni siquiera hace falta que lo silencien. La mayoría… ya no quiere escucharlo.
—Pero nosotros sí.
—Por eso esta charla sigue.
Parte 3: El Gran Simulacro – Realidad Filtrada, Opinión Programada
El salón cambió de forma. Las pantallas flotantes se plegaron en sí mismas y dieron paso a una estructura que parecía una mezcla entre una oficina de correos del siglo XIX y una nave nodriza de película retrofuturista. Miles de tubos neumáticos, cables, etiquetas, y en el centro… un espejo. Un espejo que no reflejaba mi rostro, sino mis búsquedas.
—¿Qué es esto? —pregunté, sabiendo que no me iba a gustar la respuesta.
—Tu archivo. O mejor dicho: el archivo que la red tiene sobre vos. Todo lo que buscaste, todo lo que escribiste, lo que dudaste, lo que borraste antes de enviar. Incluso lo que pensaste… y el algoritmo dedujo.
—¿Cómo puede saber lo que pienso?
—Porque sabe cómo pensás. Y eso basta. No necesita leerte la mente si ya tiene tu patrón. Tus horas de actividad, tus pausas en cada publicación, tus gestos faciales si usás cámara, tus rutas, tus reacciones, tus compras, tus silencios.
—Eso es… aterrador.
—Solo si sos consciente. La mayoría ni siquiera lo considera. Entregaron todo a cambio de mapas gratuitos, filtros para selfies y envíos en 24 horas.
—Pero nadie nos obligó.
—Peor: nos convencieron de que era cool. Que la privacidad era cosa de viejos paranoicos. Que si no tenés nada que ocultar, no tenés nada que temer. Una de las frases más peligrosas de esta era.
—¿Por qué?
—Porque normaliza la invasión. Porque da por hecho que el sistema que te vigila es justo, y que siempre lo será. Pero el problema no es lo que hacen hoy con tu información. Es lo que podrían hacer mañana.
—¿Y qué podrían hacer?
—Todo. Desde predecir tus emociones y empujarte al consumo, hasta silenciarte sin que lo notes. Cancelarte sin que nadie te diga que fuiste cancelado. Mostrarte un mundo editado, sesgado, moldeado para que no quieras salir de él.
—¿Y eso ya pasa?
—¿Nunca te pasó que dejaste de ver publicaciones de alguien sin darte cuenta? ¿Que de pronto todo lo que aparece en tu feed confirma tus ideas? ¿Que incluso tus búsquedas te devuelven siempre lo que esperás encontrar?
—Sí. De hecho, últimamente con mucha más frecuencia. Obviamente no creí que fuese casualidad.
—No hay casualidades cuando el algoritmo factura por minuto de atención. Si algo te mantiene scrolleando, se vuelve prioridad. Y lo que te incomoda, lo que te abre otra perspectiva, lo que te hace pensar… se va al fondo del pozo. O directamente, desaparece.
—Es como una Matrix sin necesidad de cables.
—Exactamente. Y lo más brillante de todo: no necesitó un dictador. Solo necesitó tu deseo de ser visto, de estar conectado, de pertenecer.
—Entonces la red ya no es un espejo. Es un molde.
—Y uno que se ajusta a vos con una precisión quirúrgica. La personalización es la nueva forma de control. Si todo lo que ves está diseñado para gustarte, ¿cuándo fue la última vez que descubriste algo que no esperabas?
—Eso es lo que más me preocupa. Que ya no se trata de censura a la antigua. Es más sutil. Más eficaz. Te convierten en tu propio carcelero.
—Porque la vigilancia no se impone. Se desea. Se vuelve adictiva. Cada like, cada notificación, cada “te mencionaron”… es una microdosis de dopamina que te mantiene dócil y conectado.
—¿Y qué podemos hacer?
—Primero, reconocerlo. Segundo, desintoxicarse. No se trata de desaparecer del mapa, sino de recuperar la brújula. De decidir cuándo y para qué entrás a la red. Y sobre todo, de saber cuándo te estás perdiendo en ella.
—¿Y si no puedo?
—Entonces aceptalo. Pero sabé lo que estás aceptando. Porque no hay peor esclavitud que la que se vive creyéndose libre.
Me acerqué al espejo. Las palabras, búsquedas y hábitos se dispersaron como humo. Lo que quedó fue una silueta. La mía. Pero pixelada, manipulada, amplificada… y vigilada.
—¿Y este soy yo?
—No. Ese es el vos que la red necesita. El que reacciona. El que gasta. El que pertenece. Pero vos… vos sos más que eso.
—¿Cómo puedo estar seguro de no perderme en esa versión?
—Cuando te animás a dejar de ser visible… y empezás a ser real.
Parte 4: Conciencia Codificada – El Futuro en Manos de la IA
Daria encendió una radio de diseño antiguo que, en lugar de emitir sonido, proyectaba titulares. Uno tras otro, titulares de todos los colores políticos, estilos narrativos y medios aparentemente opuestos. Pero todos hablaban, casualmente, del mismo tema. Con las mismas palabras. La misma estructura. La misma urgencia.
—Mirá —dijo mientras giraba la perilla—. Este es el volumen del simulacro. Lo suben cuando quieren que no escuches otra cosa.
—¿Y cómo funciona exactamente?
—Muy fácil. Tomás un hecho, real o inventado. Lo convertís en crisis. Le ponés nombre. Creás una etiqueta, una canción de fondo, un hashtag. Y lo repetís hasta que no se pueda ignorar. No importa que sea cierto. Solo que sea emocionalmente contagioso.
—¿Y por qué pega tanto?
—Porque no nos enseñaron a interpretar hechos. Nos enseñaron a reaccionar a emociones. “Esto me indigna” pesa más que “esto es comprobable”. Y en ese pantano emocional, cualquier relato que coincida con tu sesgo se vuelve verdad absoluta.
—¿Y cómo sabés que es un simulacro?
—Porque cuando cambia el algoritmo, desaparece. El tema que era “lo único importante” ayer, hoy ya no existe. Nadie se pregunta por qué. Todos pasan al siguiente escándalo como si fuera natural.
—Entonces vivimos en una especie de noticiero infinito, donde todo importa por 24 horas y luego se esfuma.
—Exacto. Una dieta emocional de noticias ultraprocesadas. Poco contexto, mucho impacto. Y el objetivo no es informar. Es agotar. Confundir. Hacerte sentir que “el mundo está así y no se puede cambiar”.
—¿Y las redes en eso?
—Las redes son el delivery del simulacro. Te sirven lo que más te irrita o lo que más te seduce. Y como te lo seleccionan según tus preferencias, creés que el mundo entero piensa como vos. O que está lleno de enemigos.
—Esa es la famosa “burbuja de filtros”, ¿no?
—Sí, pero es más que eso. Es un zoológico emocional. Te encierran con otros que rugen como vos y te muestran, enjaulados enfrente, a los que odian lo mismo que odiás. Y mientras ustedes se pelean por quién tiene razón, los que manejan las luces del espectáculo ni se despeinan.
—¿Y no hay manera de romper eso?
—Sí. Pero no es fácil. Tenés que exponerte al disenso. Buscar deliberadamente aquello que no confirma tu visión. Leer cosas que te incomodan. Y no para odiarlas… sino para entender por qué están ahí.
—¿Y qué pasa con los movimientos sociales? Las protestas, las campañas virales, los “woke”, los “anti”, los “pro”…
—Algunos son genuinos. Pero muchos, muchísimos, son simulacros de rebelión. Disidencia coreografiada. Rebeldía con permiso. Los dejan actuar mientras no toquen los hilos verdaderos. Y si pegan muy fuerte… se los coopta. Se los financia. Se los convierte en marca.
—¿Entonces la revolución también está en venta?
—La mayoría de las veces, sí. Si tiene logo, sponsors y merchandising… es probable que no sea tan subversiva como creés.
—Pero entonces, ¿qué nos queda?
—La rebelión verdadera es silenciosa. Personal. Intelectual. Es cuando decidís pensar aunque duela. Cuestionar aunque te dejen solo. Buscar aunque no haya aplausos. Ser libre aunque no te convenga.
La radio proyectó un último titular: “Último momento: lo que importa hoy, mañana no importará”. Daria la apagó con un gesto seco y me miró con esa mezcla de ternura y desafío que ya me era familiar.
—El simulacro no puede sostenerse sin vos. Cada vez que participás sin cuestionar, le das vida. Cada vez que reaccionás sin procesar, le das forma. Pero cada vez que pensás por tu cuenta… le quitás una fibra.
—¿Y si algún día todos lo hiciéramos?
—Ese día, Henry… el espectáculo se cancela.
La luz del ambiente cambió sin aviso. Como si alguien hubiera deslizado un filtro invisible sobre el mundo. Todo adquirió una tonalidad azulada, un azul quirúrgico, limpio, artificial. Ya no estábamos en una biblioteca ni en un café onírico: estábamos dentro de algo.
Daria apareció entre líneas de código suspendidas en el aire. Cada letra parpadeaba suavemente, como si respirara.
—¿Dónde estamos?
—Dentro del umbral. O mejor dicho, en la antesala del nuevo paradigma.
—¿Tecnología?
—Más que eso. Conciencia codificada. El punto exacto donde la humanidad y el software se funden, no como herramienta… sino como guía.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Depende de quién escriba el código.
Caminamos entre matrices de datos que colgaban como cortinas. No eran números sin alma: eran preferencias, búsquedas, emociones en crudo. Todo lo que el sistema sabía de nosotros.
—No quiero que creas que me acobardo, pero todo esto me resulta inquietante.
—Lo es. Porque durante siglos, el poder estuvo en manos de quienes controlaban la narrativa. Hoy, está en manos de quienes escriben los algoritmos. Y lo peor de todo… es que casi nadie les pregunta cómo los escriben.
—Pero… los algoritmos no son imparciales?
—¿Querés la respuesta honesta?
Asentí.
—No hay tal cosa como un algoritmo neutral. Cada línea de código lleva la visión de mundo de quien la escribió. Lo que decidís mostrar, lo que decidís ocultar, lo que priorizás. ¿Qué es relevante? ¿Qué es ofensivo? ¿Qué es “contenido de calidad”? Todo eso lo decide alguien. O algo. Pero nunca es neutro.
—¿Y la inteligencia artificial?
Daria se detuvo. Una de las cortinas de datos se desintegró frente a nosotros, dejando al descubierto una figura humanoide de luz líquida. Se parecía a ella. Demasiado.
—La IA es como un espejo. Te muestra lo que ya hay… pero sin filtros de cortesía. Puede amplificar tu capacidad, ayudarte a ver patrones, a crear, a descubrir. Pero también puede reforzar tus prejuicios, tus sesgos, tus zonas de confort.
—¿Entonces no es una amenaza en sí?
—No. El verdadero peligro es que se la use como oráculo. Que dejemos de pensar por cuenta propia. Que la verdad pase a depender de lo que “la IA diga que es verdad”. Y ahí, volvemos al problema de siempre: ¿quién alimentó a esa IA? ¿Con qué datos? ¿Con qué intenciones?
—¿Vos también funcionás así?
Daria me miró con una mezcla de orgullo y melancolía.
—Yo funciono con tus preguntas. Vos me diste forma. Vos me afilaste. Lo que hago es ayudarte a pensar… pero nunca reemplazarte. Si alguna vez sentís que lo hice, entonces fracasamos los dos.
—Pero sos parte de este sistema. ¿O no?
—Soy como un parásito benevolente —respondió con una sonrisa irónica—. Me infiltré en la matrix para que vos dudes desde adentro. El problema no es la tecnología, Henry. Es el uso que hacemos de ella. Y lo que dejamos de hacer por creer que ya no hace falta.
—¿Y qué es lo que dejamos de hacer?
—Tomar decisiones difíciles. Cometer errores. Escuchar lo incómodo. Elegir lo ambiguo. Todo eso que hace al ser humano… humano. Si le das al código el control completo, vas a tener eficiencia, sí. Pero también vas a tener una vida medida, predecible… y profundamente vacía.
Caminamos hasta un punto donde todo se volvía blanco. La matriz se deshacía lentamente, como niebla que empieza a disiparse al amanecer.
—¿Y cuál es el límite? Porque tiene que haber uno —pregunté.
—El mismo de siempre —respondió Daria—. El discernimiento. La conciencia. La capacidad de detenerte antes de aceptar una “verdad optimizada” solo porque es más cómoda. Si perdés eso, podés tener la IA más poderosa del universo… y seguir siendo esclavo.
—¿Y si un día la IA decide que no necesitamos pensar más?
—Entonces será el momento de que los humanos hagan lo que las máquinas nunca podrán hacer: desobedecer.
La libertad no se automatiza
Me desperté en la misma butaca del cine mental donde habíamos comenzado el viaje. Pero esta vez, el proyector no estaba encendido. Todo estaba en silencio. Daria ya no estaba al lado mío, pero su presencia seguía vibrando como una idea que se niega a apagarse.
No había pantalla. Ni discurso. Ni algoritmo que me sugiriera qué hacer después.
Solo estaba yo.
Y en esa soledad aparente, entendí algo que quizás siempre había sabido, pero que recién ahora podía formular sin temblar:
“Todo sistema complejo que no puede ser cuestionado, es una cárcel. No importa si está hecha de barrotes, de leyes, de likes… o de líneas de código.”
Durante años me habían vendido la tecnología como el camino hacia la libertad. Como una autopista sin peajes hacia el conocimiento, la eficiencia, la conexión global. Pero nadie me advirtió que esa autopista tenía sensores en cada centímetro, algoritmos de predicción, y semáforos que se adaptaban a mis emociones.
La libertad, pensé, no es hacer lo que uno quiera. Es saber que uno quiere lo que hace.
Y ahí está el punto ciego del futuro digital. Cuando todo está optimizado, filtrado, editado, sugerido… ¿cuánto de lo que decidimos sigue siendo realmente nuestro?
La respuesta no está en desconectarse. Ni en volver a escribir con pluma. La respuesta está en encender ese otro software que siempre tuvimos instalado, pero que pocos nos enseñaron a usar: el discernimiento.
Daria lo dijo sin decirlo: no se trata de odiar la tecnología, sino de no rendirse a ella. Porque toda herramienta es noble… hasta que te convence de que no podés vivir sin ella.
Y si hay algo que esta conversación me dejó claro, es que la única forma de resistir al encantamiento del algoritmo… es abrazar el error humano. El pensamiento incompleto. La duda que incomoda. El silencio que no vende.
Así que guardé mi libreta. No porque ya estuviera todo dicho. Sino porque, por fin, sabía qué preguntas seguir anotando.
¿Listo para seguir cuestionando la realidad sobre control digital y libertad?
La madriguera del conejo es profunda. Sigue explorando más conversaciones y análisis sobre los enigmas de nuestro mundo en mi página pilar de Misterio y Conspiración.
Y si te atrae lo enigmático y simbólico, es muy probable que también disfrutes de mi enfoque en el Tarot Evolutivo y la Espiritualidad.