
Te invito a sumergirte en este relato de un bar, una pequeña pieza de narrativa introspectiva que explora los rincones de la soledad y cómo un instante puede alterar nuestra percepción de la realidad. Acompaña al protagonista en su ritual diario.
Relato de un bar
Repasó la barra por enésima vez mientras veía algunos de los rostros que se iban aproximando. En tantos años en ese trabajo, había adquirido una rara habilidad. Sabía exactamente que pediría cada uno de los que se acercaran, antes de que abra la boca. Y muchas veces se arriesgaba y les servía la bebida en ese momento, obteniendo miradas de asombro y algo de complicidad.
El bebedor de cerveza tenía un porte determinado. Un gesto de ir a saciarse disfrutando de la frescura del lúpulo como si eso le quitara las frustraciones diarias. Buscaba la satisfacción inmediata, breve. Y rara vez venía solo, lo convertía en una ceremonia social de compañeros que buscaran lo mismo.
El bebedor de whisky, en cambio, era mucho más sombrío. Quería olvidar cosas más profundas, que le quemaban más aún que el líquido al que ya se habían acostumbrado. No bebía por placer, sino para soportar el mundo.

El de ginebra era más festivo, más espirituoso, menos callado. Podía combinarlo con otras bebidas, como la cerveza, pero definitivamente quería ser el alma de la fiesta.
Cada rostro tenía marcada su bebida, y para él era una señal más que visible.
No era uno de esos bármanes que revoleaba botellas sin derramar una gota fuera de la coctelera, era algo así como un psicólogo de vasos vacíos.
Al menos hasta que entró un rostro al que no pudo descifrar.
Uno que le era tan ajeno como familiar en muchos sentidos.
Le recordó de inmediato a uno de sus grandes amores, Lana, con quien por supuesto, nada había terminado bien, como cada una de las historias que habían nacido allí.
Muchos años atrás, Lana era prostituta y paraba en su bar.
Él tenía cierta debilidad por las mujeres que elegían esa actividad, las consideraba tan frágiles, tan expuestas, que no podía dejar de sentirse atraído. Solía decir que era mucho más difícil seducir a una mujer con esa clase de experiencia y que le gustaban los desafíos.
Nadie le creía, pero tampoco podían negarle validez a su coartada, si es que le hiciese falta una para justificar su comodidad. Y mucho menos con Lana, que era una belleza que podía haber sido modelo, pero malas decisiones cometemos todos.
La chica de rostro indescifrable se parecía a ella, pero sin dudas era estudiante, u oficinista de alguna clase. Se sentó sin levantar la vista, por lo que a él le fue mucho más difícil presumir de su habilidad.
—Bienvenida, es la primera vez que te veo por aquí. ¿Qué te sirvo?
Ella levantó los ojos y lo miró fijo. Él no pudo dejar de sentir un frío que le recorrió su espina dorsal. Tenía la mirada exacta de Lana, pero la mitad de su edad. O de la que tendría, ya que había muerto hacía siete años, con una aguja clavada en el brazo, en la cama más sucia de un hotelucho de los peores de la zona.
—Me dijeron que lo sabrías con solo mirarme, ¿o estaban exagerando?
Él no salía de su perplejidad. Montones de emociones peleaban por salir a borbotones de su garganta, pero lo que su alma sabía, su razón desestimaba. ¿Acaso esa chica era…? ¿Cómo nunca antes supo…?
La miró unos instantes, intentando saber algo más leyendo sus actitudes, pero sin poder salir de su estupor. Siguió viendo a Lana cuando le hacía su media sonrisa de hoyuelos y le decía “¿qué pasa, guapo? ¿Otro día que no quieres dormir solo y no sabes como pedirlo? Claro que la picardía de esa niña era de otra clase. Mucho más inocente y también con algo de su propia forma de ruborizarse para encarar ciertos temas.
Finalmente, tomó la jarra de agua a su derecha. Puso un par de cubos de hielo en un vaso y lo llenó para extendérselo. Ella parecía genuinamente asombrada y complacida a la vez.
—¿Cómo lo supiste?
Él tomó otro vaso y repitió la operación, hielo y agua, pero esta vez lo hizo para sí.
—Podría decirte que te vi demasiado transparente, como el agua. Pero no, esta vez no fue eso, no tan obvio. Creo que se trató… solo de genética— agregó mientras tomaba un sorbo.
Ella bajó la vista con media sonrisa, esta vez sabiéndose expuesta.
—No sabía si venir. No sabía si hacía bien…
Él la silenció con un “shhh” suave pero implacable.
—Bebe tu trago. La noche recién comienza y tenemos mucho de qué hablar, hija.

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Este cuento de soledad es un reflejo de cómo los espacios cotidianos, como un simple bar, pueden convertirse en el escenario de profundas revelaciones personales. Si te ha gustado esta **historia en un bar**, te invito a descubrir más cuentos y poesías en mi web.
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